Quizás habíamos visto muchas novelas, o tal vez la velocidad de los
procedimientos nos exigió aquel ritual.
La cosa es que agarraste una caja de zapatos y
rápido pero decidido, empezaste a guardar mis cosas. Esa tarde, esta era tu forma de decir no, y con tanta seguridad
que no podías imaginarte lo débil que iba a ser tres meses después.
Mi piyama verde, mis tazas -que por un tiempo fueron nuestras- y el cepillo
de dientes, dándole fin a cualquier nuevo encuentro. La batidora de café,
-
no esa no, fue un regalo.
Dije
yo , con la poca voz que me quedaba. Yo lloraba, lloraba mucho, un poco por lo
que habíamos sido, pero más que nada por todo lo que no habíamos podido ser.
A los pocos minutos estábamos en la calle
esperando un taxi. Ese que paraste sin dudar. Siempre me sorprendió, y hasta
quizás envidié, tu cara rígida y la frialdad de tus movimientos en los
días como ese.
- Hasta dónde señorita?
Dijo el taxista, de manera casi automática.
Las palabras luchaban por salir contra las mil lágrimas atragantadas en forma de nudo.
- No entiendo nada, dijo casi enojado
- Yo tampoco, respondí.
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