1.10.2013


Quizás  habíamos visto muchas novelas, o  tal vez la velocidad de los procedimientos nos exigió aquel ritual.   

La cosa es que agarraste una caja de zapatos y rápido pero decidido, empezaste a guardar mis cosas. Esa  tarde, esta era tu forma de decir no, y con tanta seguridad que no podías imaginarte lo débil que iba a ser tres meses después.

Mi piyama verde,  mis tazas -que por un tiempo fueron nuestras- y el cepillo de dientes, dándole fin a cualquier nuevo encuentro. La batidora de café,

-       no esa no, fue un regalo. 

Dije yo , con la poca voz que me quedaba. Yo lloraba, lloraba mucho, un poco por lo que habíamos sido, pero más que nada por todo lo que no habíamos podido ser.

A los pocos minutos estábamos en la calle esperando un taxi. Ese que paraste sin dudar. Siempre me sorprendió, y hasta quizás envidié,  tu cara rígida  y la frialdad de tus movimientos en los días como ese.

-       Hasta dónde señorita?
Dijo el taxista, de manera  casi automática.
 Las palabras luchaban por salir contra las mil lágrimas atragantadas en forma de nudo.

-       No entiendo nada, dijo casi enojado
-       Yo tampoco, respondí.

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