4.20.2009

adolorida

Iba de diciembre a marzo, y jugaba en la vereda, con las chicas de al lado. Podía elegir lo que quería comer. Me metía en la pileta todas las veces que podía y como ella no sabía nadar, me miraba desde el borde. Si quería cocinaba tortas y cuando me aburría jugaba a ayudarla a trabajar, así aprendí a coser a máquina, a bordar, a pegar botones y a hacer ruedos con una prolijidad del siglo pasado. Mi abuela era modista. Yo iba a su casa todos los veranos y todos los inviernos y me empapaba de ese sabor que tienen los pueblos de la provincia de Buenos Aires. Cuando terminaba el día, ella me decía que vaya preparando todo para bañarme… y a los veinte minutos el baño estaba listo, había que esperar que el agua se calentara: esperabas veinte para bañarte en diez, después el agua salía fría como si llegara de una montaña del sur. Pero yo era desobediente, me escapaba y tardaba casi once minutos en bañarme, entonces la abuela Ethel me decía que ese medio minuto de agua fría tenía que correr el cuerpo y dejar que el agua cayera en el pelo, le daba brillo. Y en eso sí, en eso sí le hacía caso y no me escapaba. Nunca le creí lo del brillo, pero me gustaba salir con un poquito de frío del baño y meterme en la cama que ella me dejaba preparada. Cuando mi abuela murió, no pude hacerlo más. El agua fría en la cabeza da tristeza, me hace extrañarla, o extrañar los olores de su casa en Baradero. Hoy me gusta bañarme con el agua muy caliente y que las piernas se vayan poniendo coloradas. Pero hoy me animé. Estaba pensando en las palabras. En que a veces podemos escupirlas y hasta vomitarlas, o podemos decirlas. Las palabras se pueden llorar y también callar. Y a veces las palabras se pueden sentir, y cuando nos animamos a pronunciarlas el alivio llega como hoy llegó el agua fría a mi pelo, y ahí tuve un momento de lucidez y me di cuenta que el alivio de pronunciar lo que me pasa es casi tan lindo como salir de bañarme y que la cama esté esperándome, para dormirme con la inocencia de una nena de ocho años que no sabe lo que va a pasar mañana, que no lo sabe porque no se lo pregunta, que no lo sabe porque lo ignora.
Y ya sé que nuestros mares de incertidumbres pueden ser enormes, sí lo sé. Como también sé que a veces pregunto de más, sí lo sé. Pero quiero vivir un poco, a veces, en la simpleza de un pueblo chico, en una casa con techos altos y salir a la vereda a las seis de la tarde a respirar el día que termina. Quiero sentir alivio todos los días, estar contenta y construir felicidad. Pero siento que no voy a poder.

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